
Un vagabundo campea frente a lo que fuera la casa de Hernán Cortés en Coyoacán. Como el Quijote, confronta molinos de viento erigiéndose en profeta contra el mal observado en nuestros rostros. Somos culpables de no respetar los símbolos patrios, de no recordarlos como el fondo único sobre el cual será posible nuestra unidad como mexicanos. Sus ropas negras y manchadas como la piel de sus brazos y piernas, astrosas como la bandera señalada cuando exclama ¡rota, rota como sus conciencias, olvidada y sucia … invoco la potencia de su nombre, la nombro contra sus conciencias!
Y resulta cierto a quien levanta la vista: una tela tricolor, percudida como los pies desnudos del nuevo bautista patrio, ondea roída al viento. La gente apenas escucha, sólo lo necesario para cerciorarse de su locura, tan profética y cierta como la de todo insano.
En otro sitio, los senadores de la República han estrenado un monumento que cualquiera de estos días pudieran elevar a símbolo patrio, como lo han hecho, creen, con su trabajo. Se trata de un edificio de cuya belleza pocos dudan, símbolo del derroche y la frivolidad en un país con cincuenta millones de pobres.
No todos, sin embargo, los han olvidado ni se desdicen de su importancia. Como el vagabundo enardecidos, hace seis años la mayoría de miembros de la sala superior de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al conocer del amparo en revisión interpuesto por el poeta campechano Sergio Witz, decidieron negar a este la protección de la justicia por haber ultrajado a nuestra bandera.
En su amparo, Witz objetaba la constitucionalidad del tipo penal “ultrajes a los símbolos nacionales”, y en consecuencia, el proceso penal desencadenado por la publicación de su poema La patria entre mierda, caro a la sensibilidad de Sánchez Cordero, Valls y Gudiño, ministros que no solamente condenaron al escritor. También se dieron el lujo de perorar sobre la baja calidad de su trabajo literario (muy lectores, se sienten, pero si hubieran leído a Víctor Hugo o conocieran quién es Flaubert, otra hubiera sido su sentencia).
En La literatura y el mal, Georges Bataille afirma que la enseñanza trágica de las letras –para vivir necesitamos morir- se dirige al individuo aislado y perdido y sólo le concede algo en el instante: es solamente literatura … Por eso está menos obligada que la enseñanza pagana o la de la Iglesia a pactar con la necesidad social, que en muchos casos esta representada por convenciones (abusos), pero también por la razón ... La literatura no puede asumir la tarea de ordenar la necesidad colectiva. La literatura representa incluso, lo mismo que la transgresión de la ley moral, un peligro. Al ser inorgánica, es irresponsable. Nada pesa sobre ella. Puede decirlo todo.
O, más bien, supondría un peligro si no fuera (en conjunto, y en la medida en que es auténtica) la expresión de aquellos en quienes los valores éticos están más profundamente anclados. Si esto no salta a la vista, es porque el aspecto de revuelta suele ser el que destaca, pero la tarea literaria auténtica no se puede concebir más que en el deseo de comunicación fundamental con el lector.
Algo anda mal con nuestras instituciones cuando sus operadores juzgan sobre la forma sin internarse en las entrañas, cloacas del México corrupto y del cohecho. Sé que hay jueces que están en la nómina y cuánto reciben. Han recibido dinero o dialogado con criminales, dijo el Presidente Calderón en su diálogo de Chapultepec. Sin embargo, la Procuraduría General de la República no ha procesado sino a un magistrado federal en todo el sexenio. Lo sorprendente respecto a las palabras presidenciales es el silencio del Consejo de la Judicatura. ¿Cuál es su trabajo sino fiscalizar a los jueces?
Las cosas no están mejor en el Distrito Federal: Héctor Palomares, el juez que sentenció a prisión sin pruebas al protagonista del filme de Layda Negrete y Roberto Hernández, Presunto Culpable, ha sido ratificado como juzgador por el Consejo de la Judicatura local y defendido por su presidente Edgar Elías Azur, para quien la película distorsiona la real virtud de sus tribunales. Cloacas.
Funcionarios judiciales de las profundidades –con excepciones- trabajan en el Tribunal Superior coludidos con la policía judicial capitalina. El documental no hace sino mostrarnos la punta del iceberg cuyo fondo es la indudable sociedad entre el crimen y las autoridades llamadas a combatirlo. No se explica de otro modo que judiciales hayan atrapado a un inocente. Protegían culpables. Pago por ver.
Roberto Hernández publicó el pasado 5 de julio una carta en que se lee: Nuestro objetivo es cortar de raíz un sistema judicial clasista y corrupto. Creemos que el Poder Judicial usa métodos tan precarios para juzgar a la gente, que lo que vimos en Presunto Culpable se puede ver (si te dejan filmarlo) en miles de juicios en todo el país. En México, en general, a la gente se le juzga sin juez presente, enjaulada como perro, se le detiene sin orden de aprehensión y se le acusa sin pruebas confiables, sometida a maltratos impensables en una democracia.
Tales violaciones graves y sistemáticas tendrían que ser investigadas por el poder judicial federal, como lo establece nuestra Constitución. Pero en vez de ello se ha erigido en censor de las conciencias (con las honrosas excepciones de Cossío Díaz y Juan Silva Meza).
Los criterios de seguridad nacional aducidos por Olga Sánchez Cordero para condenar a un poeta que en su opinión injurió nuestro lábaro patrio, son tan simplones como arcaicos y recuerdan los argumentos aducidos por el fiscal que acusó a Flaubert respecto a la inmoralidad de su obra.
No existen símbolos patrios capaces de unir a todos los mexicanos en un acuerdo común. La única solución a la actual desunión y guerra es el respeto a los derechos humanos, violentados por nuestras autoridades y por la misma Corte cuyas jurisprudencias permitieron la presencia del ejército en las calles, negaron la protección de la justicia a Lydia Cacho, y condenaron a Sergio Witz.
Si en vez de mirar a los ojos a los grandes problemas de la administración de justicia, se cuidan las formas de un régimen que como el dinosaurio, día tras día, sigue allí, sus encargados seguirán recordando los ademanes de un loco vagabundo que confunde al símbolo con lo simbolizado: nuestros derechos y libertades.
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