Lujambio y sus "niño-azotes"


“Voy a poner por escrito un cuento, tal como me lo contó uno que lo sabía por su padre, el cual lo supo anteriormente por su padre; este último de igual manera lo había sabido por su padre... y así sucesivamente, atrás y más atrás, más de trescientos años, en que los padres se lo transmitían a los hijos y así lo iban conservando…”


Esta historia de Mark Twain, nos incumbe cuando debemos pedir cuentas a los responsables de la mala educación en México (SEP-SNTE) y de la violencia en las calles. Sus palabras son obertura de El príncipe y el mendigo, y permiten preguntar si los padres pueden enseñar a los hijos algo que ellos mismos no saben. Me parecería difícil admitirlo y más bien creo en la razón bíblica: “las culpas de los padres recaerán sobre los hijos”, las culpas, pienso, de todo lo que ignoran.


La historia continúa: “En la antigua ciudad de Londres, un cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo XVI, le nació un niño a una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día otro niño inglés le nació a una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Toda Inglaterra también lo deseaba. Inglaterra lo había deseado tanto tiempo, y lo había esperado, y había rogado tanto a Dios para que lo enviara, que, ahora que había llegado, el pueblo se volvió casi loco de alegría” … “Pero no se hablaba del otro niño, Tom Canty, envuelto en andrajos, excepto entre la familia de mendigos a quienes justo había venido a importunar con su presencia”.


Muchos saben como sigue: los niños son tan parecidos que al conocerse, pasa por la cabeza de ambos la idea de cambiar lugares y el príncipe vestido de mendigo se verá impedido para regresar al Palacio, condenado a enfrentarse a la violencia padecida diariamente por el pueblo inglés. Por su parte, en la sanguinaria corte de Enrique VIII, el mendigo disfrazado de príncipe se enfrenta a ciertas injusticias, entre las cuales destaca la cometida contra su “niño-azotes”: como los maestros no pueden tocarlo cuando ha fallado en su aprendizaje, los castigos -azotes- recaen en un niño de su edad, cuyo trabajo es precisamente recibirlos (Twain nos informa que esta práctica tuvo efectivamente lugar entre la realeza británica).


Tal como lo hace la novela Los miserables, de Víctor Hugo, El príncipe y el mendigo de Twain acusa situaciones de pobreza insostenibles, generadoras de violencia. Gracias a tales denuncias, fundamentadas más tarde por científicos sociales, existen Estados de Bienestar que brindan a sus ciudadanos las oportunidades y capacidades necesarias para alcanzar la igualdad social. Los países nórdicos se encuentran muy pendientes de que ninguno de sus ciudadanos corra el riesgo de caer en la pobreza y pierda con ello sus oportunidades vitales y las de su descendencia, como está ocurriendo en México, país en el cual la violencia no hace sino descubrir la enorme afectación del tejido social, de la socialización de la ley y de la oportunidad de millones de familias para atender las necesidades de sus hijos.


¿Qué camino tomar? Reconstruir el tejido social, brindar educación a todos los niños y empleos dignos a sus padres. Sin embargo, la relación entre pobreza, reducción de oportunidades vitales y violencia no está del todo clara para algunos de nuestros gobernantes. "…Es absolutamente falsa la hipótesis mecánica entre pobreza y crimen organizado”, dijo hace unos días el Secretario de Educación Pública, y agregó: “… porque los padres … han enseñado con claridad un grupo de valores que permite distinguir a los jóvenes entre el bien y el mal”. No entiendo su frase: ¿Cómo lo sabe? ¿De qué padres y valores está hablando?


Su mensaje, además, es cantinflesco: la pobreza no es la causa, pero "puede ser un caldo de cultivo que favorezca la incorporación de jóvenes a la delincuencia organizada”. No pero sí. Lo que es peor, su mensaje sobre la efectiva transmisión de valores por los padres, se contradice con anteriores declaraciones, como la hecha en Francia en noviembre de 2010, cuando afirmó que los padres de familia tienen responsabilidad en el bajo desempeño escolar que se registra en México y cuando agrega “Hay un consenso de que existe cierto abandono de los padres de familia en el proceso educativo de sus hijos”.


Hablar de valores cuando se analiza la violencia resulta al menos frívolo. Niega lo material, lo concreto de la ecuación que es la pobreza y subraya intangibles. Además, el Secretario insiste en su manía de incluir a las familias en su afán de esquivar culpas. Es cierto que la culpa pudiera ser de todos: los ciudadanos mexicanos carecen de una adecuada formación y su cultura es deplorable, pero ¿quién puede romper el círculo vicioso sino las instituciones educativas y sociales del país? ¿Para qué sirven si no?


Cada vez que Lujambio insinúa que los padres de familia son copartícipes de los graves rezagos educativos, contribuye a perpetuar la inercia de la ignorancia y el sedentarismo de un sindicato antidemocrático que no marcha al ritmo de las urgencias del país. ¿Por qué no se enfrenta con Elba Esther y su sindicato anquilosado?


Tendría razón sin embargo el Secretario al afirmar imposible defender una mecánica tan simple. ¿Es que alguien la ha propuesto? Cuando se cita la pobreza como causa de la violencia nadie piensa en su definición romántica, padres enseñando a arar a sus hijos rodeados de dorados sembradíos y melifluas mieses, sino de su producto acumulado de generación en generación, retrato hecho a los miserables sin dioses, sin ciudad y sin ley. Nada que ignoren pueden enseñar los padres, ni dar lo que no poseen, y la violencia actual habla de algo más grave: la ausencia de padres. ¿A quién culpar entonces?


A la pobreza y a la destrucción del tejido social. Sus víctimas somos todos y si los gobernantes no pueden verlo, si no se indignan ante lo evidente y prefieren regañar a los padres de familia a quienes deberían estar ayudando a través de sus hijos, estarán desviando la culpa como se hacía en el siglo XVI con el “niño-azotes” del príncipe.

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